Por Alfredo Soria/ACG.
Morelia, Michoacán.– Entre veladoras encendidas y pétalos de cempasúchil, el altar de Día de Muertos que cada año prepara Esther Nieto guarda un lugar muy especial para quienes la acompañaron con un amor incondicional: sus perros y gatos. Entre las fotos de sus familiares hay también pequeños retratos de algunas de sus mascotas, junto a croquetas, un platito con agua y figuritas de barro en forma de perrito y gatito, hechas en Cápula.
“Yo creo que fui perro o gato en otra vida”, dice riendo. “Tengo una conexión muy fuerte con los animales. Siempre me han entendido sin hablar, y yo a ellos”. Desde hace años, mucho antes de que se popularizara el Día de Muertos para las mascotas, Esther ya incluía en su altar un rincón para sus compañeros peludos. “Les pongo su comida, su agüita y algo que les gustaba. Como si vinieran a visitarme también.”
A sus 65 años, recuerda con precisión los nombres de quienes la acompañaron a lo largo de su vida: Moni, Ponky, Keiko, Perla, Charlie, Daisy, Naranja, Kish, Adara y los gatos Anubis y Canelo. De algunos conserva las cenizas; de otros, los recuerdos que el tiempo no ha podido borrar.
Moni fue su primera perrita. “Era muy posesiva, me cuidaba mucho. Nadie podía acercarse a mí. Si mi mamá venía a despertarme, Moni se le adelantaba, era la única que tenía permiso”, cuenta entre risas. Pero también guarda anécdotas dulces, como aquella vez que, siendo niña, tomó uno de los pollitos de su hermana y, horas después, Moni se lo llevó hasta los pies. “Era como si me dijera: ‘ten, es tuyo, yo te cuido todo’”.
A Daisy, su última perrita, la recuerda con una ternura especial. Era hija de Perla y Charlie, y nació en su propia casa. “Desde chiquita dormía cerca de mí. En la noche tenía su cajoncito bajo la cama, pero cuando mi esposo ya estaba dormido, se subía entre mis piernas. Ese era su lugar”, cuenta emocionada.
Daisy la acompañaba a todas partes. Si veía que Esther tomaba las llaves, corría a la puerta para subirse al coche. “No le importaba a dónde fuéramos, lo que quería era salir conmigo. Le gustaba sentir el aire en la ventanilla, y le fascinaba ir a la playa. Se metía al agua y me hacía señas como diciendo: ‘ven tú también’. Nos sentábamos las dos en la orilla, y era como si me hablara con la mirada.”
La rutina entre ambas era tan profunda que Daisy sabía exactamente cuándo Esther debía levantarse o salir. “Si quería ir al baño en la madrugada, me chupaba la mano. Al principio no entendía, pero luego supe que era su forma de avisarme. Y en la mañana, cuando se sacudía, sabía que ya era hora de salir al jardín.”
Hoy, en el altar de Esther, Daisy ocupa un lugar al frente. Su foto sonriente parece devolverle la mirada entre velas y flores naranjas. A su lado, resalta un pequeño recorte deteriorado por el paso del tiempo: es la única imagen que conserva de Moni, su primera compañera de cuatro patas.
“Estoy convencida de que quien ama a un animal puede amar a un ser humano”, reflexiona. “Por eso, en mi ofrenda, todos tienen su lugar. Porque también ellos se ganaron el cielo, y cada año vuelven a casa.”
Así, entre retratos familiares y pequeños tributos a sus mascotas, el altar de Esther Nieto se convierte cada año en un homenaje al amor que no distingue especies, un recordatorio de que también los animales dejan huellas que ni el tiempo ni la muerte borran.
 
                     
                         
                         
                         
                     
                         
                         
                         
                 
                 
                 
                 
     
                 
                