Su música y sus letras configuran una expresión artística tan amplia como imposible de registrar.

Gustavo Ogarrio

La música de Jaime López se mueve entre el habla chilanga y los orígenes verbales de la frontera y de su ciudad natal, Matamoros, Tamaulipas, que al mismo tiempo articula de manera insólita géneros musicales como la polka, el bolero, la música tropical y hasta las rancheras. El incendio temprano de Jaime López es cantado en “Bonzo” (1982). Este fuego abrasivo no es estridente, más bien es una voz aguda y alargada en la intimidad fracturada de una pareja en escena de cama; es un quedarse dormido ante la televisión prendida mientras todo lo demás –la lavadora, el cigarro, la conversación de cama… la “relación”– se va quemando casi suavemente en medio de la noche para llegar al fuego irónico, total y hereje, que revela que “Dios está en el infierno, de bonzo, de bonzo…”. Una guitarra que es dos guitarras girando en la majestuosa soledad nocturna del piromaníaco que fuma sentado en el cadáver del amor. Se suceden letras arriesgadas, elípticas, retorcidas, urbanas; la temeridad del habla en perspectiva siempre popular, palabra viva y dinámica en su enfrentamiento con lo inasible del conflicto social y amoroso, como el rapto de la poesía por la música. Para Jaime López, la poesía es palabra artística cantada. Es por esto que su música y sus letras configuran una expresión artística tan amplia como imposible de registrar: duetos, tríos, libros, crónicas, compositor de cabecera de otra voces… colaboraciones, blues a la luz del Blue Demon con incursiones en el mundo del espectáculo masivo y colaboraciones con el mismísimo demonio llamado Televisa (“Jaime López cambia a Pepsi”); soul y funk rehechos por una variable casi western del rock urbano en clave de lenguaje coloquial, elevados a rango de un hip-hop antes del hip-hop, quizás como en “Chilanga Banda”; en fin, éxtasis y celebración del habla que abraza su envoltorio de guitarras y armónicas en medio del carnaval de la apocalíptico urbano.