A la repetición algo aterradora de ese otro terremoto que ocurrió en 1985 y que ahora mete sus narices en este nuevo terremoto,
Gustavo Ogarrio
A nadie le convencía la idea apocalíptica del derrumbe masivo del concreto, sin tiempo para la tristeza de madres que llorarían la ausencia repentina de la hija o para los primeros sollozos de padres que también se adaptarían a la temperatura de lo inevitable, a la repetición algo aterradora de ese otro terremoto que ocurrió en 1985 y que ahora mete sus narices en este nuevo terremoto, nuestro terremoto olvidado del 7 de septiembre de 2017, para imaginar los cuerpos formados en un estadio de béisbol, el Parque Delta, que ahora es una plaza comercial en la que gobierna su majestad el olvido o para encadenarse al historial de sobrevivencias de catástrofes que seguramente dejaremos de evocar cuando estas épicas de cuartos oscuros y de fierros retorcidos se disuelvan en asuntos banales.
A nadie le venían bien las columnas de humo al final de la ciudad inmóvil en el epicentro de la muerte posible o los muslos desfallecidos al escapar, en tan poco tiempo, de la caída de tabiques y vigas y ropas de azotea y tanques de gas que, como una alucinación del espanto, liberan sonidos que también se podían interpretar como la antesala fugaz del infierno.
Sin embargo, como una murmuración diabólica, como una ampolleta súbita de muerte y olvido, comenzó el movimiento de lámparas, la sensación lamentable del mareo, el crujir de cementos dormidos, los gritos... los malditos gritos que también le dieron un aire como de distorsión bíblica al terremoto. Lo mejor sería morir callado, sin tanto estruendo en la boca; mirando a los ojos al vecino; en medio de la noche como quien se queda a vivir en alguna de sus pesadillas. Lo mejor sería que comenzara una lluvia fina sobre esas gigantescas arenas movedizas y que los ríos amputados florecieran en ese momento y que el vaivén tibio de las aguas color chocolate nos fueran regresando lentamente a los jugos gástricos del subsuelo.