En posición de loto sobre la arena de aquella playa desierta, a la sombra de una de las rocas lamidas por las olas
Por Saúl Juárez
En posición de loto sobre la arena de aquella playa desierta, a la sombra de una de las rocas lamidas por las olas, aquel hombre meditaba bajo la claridad de una mañana soleada. Parecía una figurilla de barro con forma humana.
Cuando me acerqué abrió los ojos y no se inmutó al verme. Yo le apuntaba con mi arma a sólo cinco metros. El individuo se mantuvo sin alterar su postura. Una fuerza superior trasmitía desde su fragilidad desnuda. De su cuerpo emanaba el aroma de una unción fragante que impregnaba el aire. Sentí algo parecido al miedo, un sudor en la nuca y el cuello y un peso grande en los brazos.,
El hombre era tal como me lo había descrito quien me pagó por ese trabajo. Nunca sabré cuál fue la razón que llevó a mi contratante a ordenar su muerte. En ese caso sólo supuse que todos los profetas son peligrosos para alguien.
Le apunté a la cabeza y él no movió un músculo. El poder de su mirada me paralizó, era más letal que mi arma. Mi respiración se volvió agitada, estuve a punto de huir derrotado. Mi mano sudorosa empezó a temblar. El hombre me estaba venciendo con sus ojos sin color.
Una voz interior me pedía que me fuera, pero logré imponerme al recordar que ya había cobrado. Si matar era mi oficio, pensé, no había razón para dudar. Logré imponerme y el disparo se escuchó como tan lejos como la barranca del río. La bala entró en la frente del individuo, pero yo fui quien gritó como si fuera la víctima. El estruendo me provocó la certeza de que también había llegado mi fin.
Ha transcurrido un año y tengo las pupilas del hombre clavadas como un aguijón que envenena mi sangre vena a vena. Esa mirada encierra todas las demás.