En México, como en el mundo, una generación de jóvenes navega entre los discursos de odio y las amenazas que circulan sin control en las plataformas digitales

En México, como en el mundo, una generación de jóvenes navega entre los discursos de odio y las amenazas que circulan sin control en las plataformas digitales. Lo que en apariencia son espacios de entretenimiento o socialización, se han convertido en territorios de radicalización emocional, donde la frustración, el aislamiento y la precariedad encuentran eco en comunidades digitales que legitiman el resentimiento y la violencia.

Muchos adolescentes llegan a estos foros o tribus digitales  buscando respuestas simples a inseguridades complejas. El algoritmo pose ese poder silencioso, que no los conduce a redes de contención, sino a espacios de validación del odio. Jóvenes que comenzaron buscando consejos de autoestima terminan atrapados en foros incel (involuntariamente célibes), donde la masculinidad hegemónica se desfigura hasta convertirse en una ideología de victimización extrema, misoginia y, en sus formas más radicales, violencia física.

El reciente caso del joven encapuchado de 19 años que asesinó a un estudiante en el CCH Sur de la UNAM en Ciudad de México encendió una alarma que el país no puede seguir ignorando. Antes del crimen, el agresor compartió en redes sociales imágenes con armas, frases violentas y referencias a esa “comunidades incel “. Su lenguaje, sus gestos y su planificación remiten a un patrón de imitación de los tiroteos escolares estadounidenses, donde los perpetradores no buscan solo matar, sino ser vistos, existir simbólicamente en un mundo que los ha vuelto invisibles.

En Estados Unidos, los tiroteos escolares se han convertido en un fenómeno de violencia sistémica juvenil, estudiado desde la psicología social, la criminología y la comunicación digital. De acuerdo con el Gun Violence Archive, 2024 cerró con más de 350 tiroteos escolares, una cifra que revela que la violencia ya no se origina solo en la marginalidad, sino también en el vacío existencial. Jóvenes que crecen en la era de la hiperconexión, pero experimentan el aislamiento más profundo.

México no está exento de esa espiral. Guardadas las proporciones, lo ocurrido en el CCH Sur no es un hecho aislado, es un síntoma, una advertencia temprana de que el odio incubado en el espacio digital puede migrar al mundo físico. El agresor no actuó en solitario; lo acompañaba un discurso de deshumanización construido en los foros incel, donde el fracaso afectivo se convierte en una ideología de resentimiento, especialmente contra las mujeres.

Según el INEGI (ENVE, 2025), más del 38% de los jóvenes mexicanos reportan síntomas asociados con ansiedad o depresión, pero menos del 10% ha recibido atención psicológica formal. En los espacios digitales, ese vacío emocional es capitalizado por algoritmos que priorizan el contenido más extremo, radicalizando el dolor en comunidad.

Por eso, el caso del CCH Sur no debe tratarse como una anécdota morbosa, sino como un punto de inflexión. México debe anticiparse antes de que el odio en línea se traduzca, como en Estados Unidos, en una epidemia de tiroteos escolares.

Mientras las instituciones siguen pensando en los jóvenes como beneficiarios de becas o conciertos, cientos de miles de ellos viven sin acceso a salud mental, atrapados entre la frustración económica, la soledad y la depresión. Un gobierno que responde con espectáculos donde debería de garantizar el derecho humano a la salud,  no está educando ciudadanos, está fabricando espectadores a merced de la violencia.