Con el tiempo descubres que los hábitos que poco a poco y con constancia se han arraigado en ti son los que te llevan a entrenar en esas mañanas de domingo mientras todos duermen

Mónica Olalde Ramírez, colaboradora La Voz de Michoacán

La primera vez que decidí ponerme unos tenis para ir a correr fue un día entre semana, no era época de propósitos de año nuevo, tampoco estaba próximo algún evento en la playa o vacaciones que necesitasen de dietas milagrosas y esfuerzos inhumanos para bajar unos cuantos gramos para la foto, mucho menos estaba quedando bien con algún individuo que provocara mi vanidad.  Lo que yo quería, era cambiar ese sentimiento de “me falta algo” que se presentaba en todas y cada una de las veces en que me miraba al espejo, mi percepción de quien era yo una vez más estaba en reconstrucción. Fue un miércoles lluvioso donde por supuesto ganaron el tráfico, el trabajo y el clima lluvioso y frío de noviembre, así que me volví a dar otra oportunidad, lo haríamos el domingo, el día que por excelencia la mayoría de los mexicanos usan para descansar, ir a un pueblito mágico o reponerse de la noche anterior. 

Ahí estaba yo, enfundada en unos leggings grises y playera de algodón en color blanco, me di cita en el parque Bicentenario de Toluca, con el Nevado de fondo y sus buenos diez grados celsius. Entre un poco de neblina y viento vislumbré a esa silueta que lo cambió todo. Un corredor de aproximadamente treinta y cinco y cuarenta años, ataviado solamente con unos shorts y una playera sin mangas, tenis, calcetas, gorra y lentes obscuros, pero no de los que te pones en un día soleado para pasear. No se trataba de la figura atlética o gallarda de alguien haciendo estiramientos y ejercicios para poder entrar en calor y empezar a correr. Se trataba de esa presencia y esa fuerza que exudaba antes de que las perlas de sudor comenzaran a cubrir su rostro. Ahí estaba a quien para fines del relato llamaremos “Maximus Decimus”, una persona que al ponerse los tenis se había transformado en un gladiador, con ese espíritu, con esa seguridad y garbo, absolutamente dueño de su momento, de su tiempo, de su espacio, que sin haberlo visto antes, me mostró un despliegue de poderes que yo desconocía; el poder de decidir por ti mismo y el poder de ser indiscutiblemente visto.

Pasó trotando antes de subir la velocidad, absolutamente consciente de que yo le miraba y sin ningún disimulo volteó y sonrió. No se trataba de una sonrisa de coqueteo, no se trataba de un influencer posando, era un mortal de carne y hueso, al que si hubiera querido seguir de todos modos no habría podido ni seguirle el paso. Esa sonrisa fue: “¿y tú por qué no corres?” En mi mente empezaron a resonar las voces… “¿te vas a aventar, en serio”? ¿y si te cansas?”. No había vuelta atrás, medio calenté (como Dios me dio a entender) y empecé, yo tenía que volverme corredora.

A partir de ahí jamás volví a ser la misma. Comencé corriendo poco a poco hasta empezar completando los primeros kilómetros, pero pronto eso no bastaría. Para quienes somos curiosos e inquietos de nacimiento, con un spam de enfoque y concentración que apenas si dura diez segundos, el encontrar una actividad que no te de otra opción más que hacer que la ardilla de tu cabeza obedezca y complete las tareas asignadas es todo un lujo. Había encontrado en la tercera década de mi vida por fin algo que me devolvió las ganas de levantarme un domingo mucho más temprano de lo normal. Había encontrado además el antídoto perfecto a los bajones emocionales que se presentan sin avisar después de que se te rompe el corazón, podría ser yo, podría escuchar música y empezar esta nueva travesía al interior de mis pensamientos.

Han pasado poco más de once años desde que por vez primera crucé una meta, un amigo me convenció de hacer una carrera, no inicié con el tradicional 5km que muchos conocen. Se me ocurrió que en la vida solo hay una y ahí estaba yo inscrita en una Carrera Spartan, carrera conocida porque durante el recorrido de la ruta tienes que sortear diferentes obstáculos… ¿qué podría pasar? acabé llena de lodo, no bastó con correr, hubo que hacer pecho tierra, saltar bardas, atravesar fuego, escalar paredes, no se espanten, solo fue esa vez …en mi defensa, Maximus Decimus me hizo pensar que era posible. Y así fue, ¡era la primera vez que lo lograba! Pero aún no sentía la piel chinita. Tenía que seguir buscando mi lugar, seguía corriendo para poder tener mejor condición. Hoy se que ese debut en una carrera de trail (Carrera en montaña) era algo completamente distinto a lo que hoy hago: ser corredora de fondo en asfalto, es decir, correr distancias como medio maratón (21km) o maratón (42km), en las calles y sin obstáculos dignos de una escena de entrenamiento militar. 

Es necesario decir que conforme avanza el tiempo y ves a otros corredores y a su vez quieres enfrentarte a nuevas distancias, será necesario entender que idealmente tienes que empezar a hacer equipo con alguien que conozca mucho mejor que tú la distancia o el reto al que quieres aspirar a completar, porque claro, al son de nuestro grito de guerra solidario cargado de una dosis de optimismo (¡Sí se puede!) que usamos por excelencia para cuando nos metemos en una situación compleja, todo parecería que podría resolverse con pensamientos mágicos y positivismo que nos lleve a la meta. No esta vez. Había llegado la hora de buscar un entrenador. Alguien con el compromiso y motivación que no deje dudas de su capacidad para entrenarte y darle forma y estructura a esas metas de largas distancias. 

Con el tiempo descubres que los hábitos que poco a poco y con constancia se han arraigado en ti son los que te llevan a entrenar en esas mañanas de domingo mientras todos duermen, de pronto ya te encuentras haciendo espacio en tu agenda para poder entrenar y vas en la búsqueda de esa dosis de endorfinas diarias que llegan al terminar o completar un entrenamiento. La motivación y disciplina no vienen en frascos como las vitaminas o las cápsulas de colágeno. Aún si es muy bueno el entrenador, si el compromiso y voluntad no salen de ti mismo, es como necesitar que empujen un auto cuesta arriba porque se le acabó la gasolina, lo que entonces nos lleva a la pregunta que todos nos hemos hecho muchas veces, sin importar el deporte que se practique, ¿cómo le hago para no tirar la toalla en esos días en que el espíritu de Maximus me ha abandonado?

Lo cierto es que no hay una fórmula precisa e infalible para lograr resultados. Cada quien puede tener sus motivos para correr, pero en momentos de fragilidad emocional probablemente no sean lo suficientemente poderosos y entonces tengas que echar mano de la disciplina. Serás un corredor no en función de lo rápido que seas, sino de la constancia con la que entrenaste aún cuando no tenías ganas de hacerlo. Serás un corredor no porque tengas tenis caros o un reloj que marque parámetros de rendimiento físico, sino porque estás dispuesto a dejar un lado las cobijas una mañana de invierno para poder seguir entrenando. Serás un corredor no porque te inscribas a todas las carreras que se te pongan enfrente, sino porque elegiste no ir a una fiesta para poder madrugar al día siguiente y estar listo, es decir, el poder de decidir por ti mismo y hasta dónde llegarás reside únicamente en las decisiones que tomes alrededor de ello. 

Un día volteas hacia atrás y te das cuenta de lo que has hecho, ya no quieres quedarte donde estabas. Recuerdas todas esas veces en que quisiste proponerte algo y lo conseguiste. Recuerdas que has construido carácter, disciplina y resiliencia. Recuerdas todas las veces en que te caíste (anímica o físicamente hablando) y te levantaste. Ya no se trata de un hobbie o de subirse al tren porque todos lo hicieron, se volvió parte de tu identidad, se volvió un estilo de vida. Sonríes con orgullo, ya no es una ilusión o un anhelo, esta vez es tu turno, ser corredor te confiere el deber de aceptar quien eres, porque hoy alguien podría mirarte en las calles corriendo no porque tu atuendo o figura sean lo que más resalta, sino porque ahora te has vuelto Maximus. No lo harás por el aplauso, no lo harás por las fotos o reconocimiento ajeno, sino porque ahora entiendes que tienes la misión de inspirar y transformar (aún cuando nunca te enteres) la vida de alguien más.